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deseada tropilla de ese pelo. Yo le correspondí de igual modo y en igual cantidad, con unos alazanes. Mutuamente nos servimos de padrinos durante la amansadura. Nuestro compañerismo, por cierto, no podía haberse cimentado mejor, ni de modo más gaucho. Para dos muchachones que andaban a caballo, de sol a sol, era una forma de estar siempre presentes el uno para el otro.

Nuestro trato era frecuente en lo de Don Segundo, sin contar los días en que Don Leandro nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento. Pero en casa de mi padrino pasábamos los mejores ratos, mano a mano con el mate o una guitarra por medio, mientras el grande hombre nos contaba fantasías, relatos o episodios de su vida, con una admirable limpidez y gracia que he tratado de evocar en estos recuerdos.

Fué a raíz de estas charlas, que Raucho acertó a influenciarme con aficiones suyas. Sabía una barbaridad en cuanto a lecturas y libros. Prestándome algunos me hablaba largamente de ellos.

Pero ¡qué diferencia! Mientras yo me veía limitado no sólo por el idioma sino por mi falta de costumbre, él leía con extraordinaria facilidad, lo mismo en francés, italiano y en inglés, que en es-