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dome al rancho, por un maizalito de unas pocas cuadras.

Andando distraídamente, pensaba en cómo haría mi oferta de compra y mi promesa de pagar más adelante, y resolví cerrar el trato, si el negocio convenía, prometiendo pasar al día siguiente para verificar el pago y llevarme el potrillo.

De pronto sentí en el maizal que iba orillando mi huella, un ruido de tronquillos quebrados y no pude impedir un intuitivo salto de lado. Entre la sementera verde, reía la cara morocha de una chinita y una mano burlona me dijo adiós, mientras encolerizado seguía mi camino interrumpido por el miedo grotesco.

Un enorme perro bayo me cargó haciéndome echar mano al cuchillo, pero la voz del amo fué obedecida. Estaba junto a las poblaciones: un rancho de barro prolijamente techado de paja con, al frente, un patio bien endurecido a agua y escoba. En un corralito vi unos doce caballos y entre ellos un potrillo petizón de pelo cebruno.

—Güenas tardes, señor.

—Güenas tardeh'amigo.

—Soy mensual de las casas..., vengo porque me han dicho que tenía un potrillo pa vender.