Animales y gente se movían como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar.
A veces un novillo se atardaba mordisqueando el pasto del callejón, y había que hacerle una atropellada.
Influído por el colectivo balanceo de aquella marcha, me dejé andar al ritmo general y quedé en una semiinconsciencia que era sopor, a pesar de mis ojos abiertos. Así me parecía posible andar indefinidamente, sin pensamiento, sin esfuerzo, arrullado por el vaivén mecedor del tranco, sintiendo en mis espaldas y mis hombros el apretón del sol como un consejo de perseverancia.
A las diez, el pellejo de la espalda me daba una sensación de efervescencia. El petizo tenía sudado el cogote. La tierra sonaba más fuerte bajo las pesuñas siempre livianas.
A las once tenía hinchadas las manos y las venas. Los pies me parecían dormidos. Dolíanme el hombro y la cadera golpeados. Los novillos marchaban más pesadamente. El pulso me latía en las sienes de manera embrutecedora. A mi lado la sombra del petizo disminuía desesperadamente despacio.
A las doce, íbamos caminando sobre nuestras sombras, sintiendo así mayor desamparo. No ha1 1