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bía aire y el polvo nos envolvía como queriéndonos esconder en una nube amarillenta. Los novillos empezaban a babosear largas hilachas mucosas. Los caballos estaban cubiertos de sudor y las gotas que caían de sus frentes salábanle los ojos. Tenía yo ganas de dormirme en un renunciamiento total.

Al fin llegamos a la estancia de un tal Don Feliciano Ochoa. La sombra de la arboleda nos refrescó deliciosamente. A pedido de Valerio, nos dieron permiso para echar la tropa en un potrerito pastoso, provisto de aguada, y nos bajamos del caballo con las ropas moldeadas a las piernas, caminando como patos recién desmaniados. Rumbo a la cocina, las espuelas entorpecieron nuestros pasos arrastrados. Saludamos a la peonada, nos sacamos los chambergos para aliviar las frentes sudorosas y aceptamos unos mates, mientras en el fogón colocábamos nuestro churrasco de reseros y activábamos el fuego.

No tomé parte en la conversación que pronto se animó entre los forasteros y los de las casas.

Tenía reseco el cuerpo como carne de charque, y no pensaba sino en "tumbiar" y echarme aunque fuera en los ladrillos.

—Seguirán marchando cuando acaben de comer?