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mero, instruyéndola en todo lo necesario para ser una buena madre de familia, y ella que era de muy buena indole habia correspondido tan bien á sus desvelos, que al cumplir los diez y ocho años era un modelo de virtud á la par que de hermosura. Llamábase Anita, y era una de aquellas figuras que pudieran formar el bello ideal de un artista. Retratábase en sus negros ojos todo el fuego de un alma apasionada: coronaba su cabeza una abundosa madeja de lustroso ébano: dos hileras de iguales dientes de purísimo marfil, cuya belleza realzaban al entreabrirse dos labios purpurinos y suavemente humedecidos, como la fresca rosa en las primeras horas de la mañana; la blancura no exagerada de su fina tez, su perfilada nariz y sus cejas semejantes á dos caprichosos arcos de finísimo vello, imprimian á su fisonomia un aspecto encantador y lleno de dignidad.

Eran su cuello y brazos perfectamente redondeados, su talle esbelto y elegante, diminuto el pié y andar airoso. Habíase acostumbrado desde niña á inclinar, aunque casi imperceptiblemente, el cuello hacia la izquierda, y esto constituía una de las gracias que en ella admiraban sus numerosos apasionados. Su dulce y meliflua voz que modulaba con sin igual gusto y ternura, hacia quedar extáticos á cuantos tenian la dicha de oirla.

Lejos de engreirse con las perfecciones de que la habia dotado la naturaleza, las realzaba con su modestia y su carácter amable y bondadoso.

No habia tenido cabida en su corazon hasta entonces