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que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

—¿Qué mucho—dijo don Cleofás—si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

—No hayas miedo—dijo el Cojuelo que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

—La verdad es—dijo don Cleofás—que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el sol, con comisión particular suya.

—Eso es cierto—dijo el Cojuelo—, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reir de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos agora, y comen y cenan y duermen dentro dél, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir dél, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al