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galápago, que en tarascando cualquiera dellos la cabeza fuera dél, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarranjen sacando pie, pierna o mano desta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilalle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete dél.

—Esos—dijo don Cleofás se han de ir al infierno en coche y en alma.

—No es penitencia para menos—respondió el Cojuelo. Diferentemente le sucede a esotro pobre y casado, que vive en esotra casa más adelante, que después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel que mado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trecientas cosas más, y a él le ha dado, de andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

—No están tan despiertos en aquella casa—dijo don Cleofás donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él; que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.