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que sus paisanos son demonios de sí mismos, y éste es el juro de heredad que más seguro tenemos en el infierno, después de las Indias. Fuí a Venecia, por ver una población tan prodigiosa, que está fundada en el mar, y de su natural condición tan bajel de argamasa y sillería, que, como la tiene en peso el piélago Mediterráneo, se vuelve a cualquier viento que le sopla. Estuve en la plaza de San Marcos, platicando con unos criados de unos clarísimos, esta mañana, y hablando en las gacetas de la guerra, les dije que en Constantinopla se había sabido, por espías que estaban en España, que hay grandes prevenciones della, y tan prodigiosas, que hasta los difuntos se levantan, al son de las cajas, de los sepulcros para este efeto, y hay quien diga que entre elloshabía resucitado el gran Duque de Osuna; y apenas lo acabé de pronunciar, cuando me escurrí, por no perder tiempo en mis diligencias, y, dejando el seno adriático, me sorbí la Marca de Ancona, y por la Romanía, a la mano izquierdadejé a Roma, porque aun los demonios, por cabeza de la Iglesia militante, veneramos su población. Pasé por Florencia a Milán, que no se le da con su castillo dos blancas de la Europa. Vi a Génova la bella, talego del mundo, llena de novedades, y, golfo lanzado (1), toqué a Vinaroz y a los Alfaques, pasando el de León y Narbona.

Llegué a Valencia, que juega cañas dulces con la primavera, metíme en la Mancha, que no hay (1) Navegando en línea recta.