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y la posada, y don Cleofás respondiendo que en volviendo del Andalucía cumpliría con sus obligaciones; y el Huésped, que parecía que lo soñaba, se volvió santiguando y diciendo:

—Pluguiera a Dios, como se me va éste, se me fuera el Poeta, aunque se me llevara la cama y todo asida a la cola.

Ya, en esto, el Cojuelo y don Cleofás descubrían la dicha venta, y, apeándose del aire, entraron en ella, pidiendo al Ventero de comer, y éi les dijo que no había quedado en la venta más que un conejo y un perdigón, que estaban en aquel asador entreteniéndose a la lumbre.

—Pues trasládenlos a un plato—dijo don Cleotás, señor Ventero, y venga el salmorejo, poniéndonos la mesa, pan, vino y salero.

El Ventero respondió que fuese en buen hora; pero que esperasen que acabasen de comer unos estranjeros que estaban en eso, porque en la venta no había otra mesa más que la que ellos ocupaban. Don Cleofás dijo:

—Por no esperar, si estos señores nos dan licencia, podremos comer juntos, y ya que ellos van en la silla, nosotros iremos en las ancas.

Y sentándose los dos al paso que lo decían, fué todo uno, trayéndoles el Ventero la porción susodicha, con todas sus adherencias y incidencias, y comenzaron a comer en compañía de los estranjeros, que el uno era francés; el otro, inglés; el otro, italiano, y el otro, tudesco, que había ya pespuntado la comida más aprisa a brindis de