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tudiante, pues no han pasado de lacayos de la Fortuna.

—No hay en su casa—dijo el Cojuelo—quien tenga lo que merece.

—¿Qué escuadrón es éste tan lucido, con joyas de diamantes y cadenas y vestidos lloviendo oro y perlas—prosiguió el Estudiante, que llevan tantos pajes en cuerpo que los alumbran con tantas hachas blancas, y van sobre filósofos antiguos que les sirven de caballos, de tan malos talles, que los más son corcovados, cojos, mancos, calvos, narigones, tuertos, zurdos y balbucientes?

—Estos son—dijo el Cojuelo—potentados, príncipes y grandes señores del mundo, que van acompañando a la Fortuna, de quien han recibido los estados y las riquezas que tienen, y, con ser tan poderosos y ricos, son los más necios y miserables de la tierra.

¡Buen gusto ha tenido la Fortuna, por cierto!

—dijo don Cleofás—. ¡Bien se le parece que tiene nombre de mujer: que escoge lo peor!

—Primero lo debieron a la naturaleza—respondió el Cojuelo, y prosiguió diciendo—: Aquel gigante que viene sobre un dromedario, con un ojo, y ese ciego, solamente, en la mitad de la frente, con un árbol en las manos de suma magnitud, lleno de bastones, mitras, laureles, hábitos, capelos, coronas y tiaras, es Polifemo, que después que le cegó Ulises, le ha dado la Fortuna a cargo aquella escarpia de dignidades, para que las reparta a ciegas, y va siempre junto al carro triunfal de la