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tocada! ¡Dios nos la guarde! Y aquel niño de oro que se sigue luego, ¿quién es?

—El Príncipe nuestro señor—dijo don Cleofás—, que pienso que le crió Dios en la turquesa de los ángeles.

—Dios le bendiga—ieplicó Rufina—, y mi ojo no le haga mal; y viviendo más que el mundo, nunca herede a su padre, y viva su padre más siglos que tiene almenas en su monarquía. ¡Ay, scñor! prosiguió Rufina—, ¿quién es aquel caballero que, al parecer, está vestido a la turquesca, con aquella señora tan linda al lado, vestida a la española?

—No es—dijo el Cojuelo—traje turquesco; que es la usanza húngara, como ha sido rey de Hungría: que es Ferdinando de Austria, cesáreo emperador de Alemania y rey de Romanos, y la emperatriz su esposa María, serenísima infanta de Castilla, que hasta los demonios—volviéndose a don Cleofás—celebramos sus grandezas.

—¿Quién es aquél de tan hermosa cara y tan alentadas guedejas—preguntó la Mulata—, que está también en la cuadrilla vestido de soldadotan galán, tan bizarro y tan airoso, que se lleva los ojos de todos, y tiene tanto auditorio mirándole?

—Aquél es el serenísimo infante don Fernando —respondió el Cojuelo—, questá por su hermano gobernando los estados de Flandes, y es arzobispo de Toledo y cardenal de España, y ha dado ál infierno las mayores entradas de franceses y holan-