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José Ingenieros

petan la propia, siempre más severa, ó la de sus iguales.

Son zafios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran de razonables, su absurdidad enternecería. Oyéndoles hablar una hora parece que ésta tuviera mil minutos. La ignorancia es su verdugo, como lo fué otrora del esclavo y lo es aún del salvaje; ella los hace instrumentos de todos los fanatismos, dispuestos á la domesticidad, incapaces de gestos dignos. Enviarían en comisión á un lobo y un cordero, sorprendiéndose sinceramente si el lobo volviera solo. Carecen de buen gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía de museo no los detiene con insistencia, pasan indiferentes junto á una madona del Angélico ó á un retrato de Rembrandt; á la salida se asombran ante cualquier escaparate donde haya oleografías de bailarinas españolas ó coroneles americanos.

Ignoran que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es la más honda fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esfuerzo, como esas mulas que por la costumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapacidad de meditar acaba por convencerles de que no hay problemas difíciles y cualquier reflexión paréceles un sarcasmo; prefieren confiar en su ignorancia para adivinarlo todo. Basta que un prejuicio sea inverosímil para que lo acepten y lo difundan; cuando creen equivocarse podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura