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El juguete rabioso

vida. Hasta la hermosa sopera, ¿se acuerda frau?, hasta la hermosa sopera se rompió.

Yo tenía miedo y como me fuí, él vino y pum, pum, se daba tremendos puñetazos en el pecho... ¡Que cosa horrible! y me gritó, cosas que nunca frau me gritó:—Cochina, quiero lavarme las manos con tu sangre.

Se oía suspirar profundamente a la señora Naidath.

Los percances de la mujer me divertían. En tanto hacía el lazo de mi corbata, me imaginaba sonriendo al grandulón de su marido, un canoso polaco, con naríz de cacatúa, vociferando tras de doña Rebeca.

El señor Josias Naidath, era un hebreo más generoso que un Etman del siglo de Sobiesky. Hombre raro. Detestaba los judíos hasta la exasperación, y su antisemitismo grotesco se exteriorizaba en un léxico fabuloso por lo obsceno. Natural, su odio era colectivo.

Amigos especuladores le habían engañado muchas veces, pero no quería convencerse de ello y en su casa, para desesperación de la señora Rebeca, siempre podían encontrarse inmigrantes alemanes gordos y aventureros de miserable traza, que se hartaban en torno de la mesa con chucrut y salchicha, y que reían con gruesas carcajadas, moviendo los inexpresivos ojos azules.

El judío les protegía hasta que encontraban trabajo, valiéndose de las relaciones que como pintor y franemasón tenía. Algunos le robaron; hubo un pillastre que del día a la noche desapareció de una casa en refacción llevándosele escaleras, tablones y pinturas.

Cuando el señor Naidath, supo que el sereno, su protegido, se había despedido en tal forma, puso el grito en el cielo. Parecía el dios Thor enfurecido... más no hizo nada.

Su esposa era el prototipo de la judía avara y sórdida.

Recuerdo que cuando mi hermana era más pequeña, estaba un día de visita en su casa. Con candidez admi-