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Roberto Arlt

raba un hermoso ciruelo cargado de fruta en sazón, y como es lógico, apetecía la fruta la pedía con palabras tímidas.

Entonces la señora Rebeca la respondió.

—Hijita... Si tenés ganas de comer ciruela podés comprar toda la que quieras en el mercado.


—Sírvase el té, señora Naidath.

La judía continuaba narrando lamentosamente:

—Después me gritaba, y todos los vecinos oían, frau; me gritaba:

Hija de carnicero, judía, judía cochina, protectora de tu hijo. Como si él no fuera judío, como si Maximito no fuera su hijo.

Efectivamente, la señora Naidath y el cernícalo de Maximito, se entendían admirablemente para engañarlo al francmasón, y sonsacarle dinero que gastaban en tonterías, complicidad de la que era sabedor el señor Naidath, y que solo mentándola, le sacaba de sus casillas.

Maximito, origen de tantas desavenencias, era un badulaque de veinticinco años, que se avergonzaba de ser judío y tener la profesión de pintor.

Para disimular su condición de obrero, vestía como un señor, gastaba lentes, y de noche antes de acostarse se untaba las manos con glicerina.

De sus barrabasadas, yo conocía algunas sabrosísimas.

Cierta vez cobró clandestinamente un dinero debitado por un hostelero a su padre. Tendría entonces veinte años y sintiéndose con aptitudes de músico, invirtió el importe en una arpa magnífica y dorada. Maximito explicó, por sugerencia de su madre, que había ganado unos pesos con un quinto de lotería y el señor Naidath no dijo nada, pero escamado miró de reojo el arpa, y los culpables temblaron como en el paraíso Adan y Eva cuando les observó Jehová.

Pasaron los días, en tanto que Maximito tañía el arpa y la vieja judía se regocijaba. Estas cosas suelen suceder.