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Roberto Arlt

un bulto, bajo el farol verde de la estación, con un mínimo gasto de gestos, me indicó el camino entre las tinieblas.

Comprendí que me las había con un indiferente, no quise abusar de su parquedad, y sabiendo casi tanto como antes de interrogarle, le dí las gracias y emprendí el camino.

Entonces el viejo me gritó.

—Diga, niño, ¿no tiene diez centavos?

Pensé no beneficiarlo, más reflexionando rápidamente, me dije que si Dios existía podría ayudarme en mi empresa como yo lo hacía con el viejo y no sin secreta pena me acerqué para entregarle una moneda.

Entonces el andrajoso fué más explícito. Abandonó el bulto y con el tembloroso brazo extendido hacia la obscuridad señaló.

—Vea niño... siga derechito, derechito y a la izquierda está el casino de los oficiales.

Caminaba.

El viento removía los follajes resecos de los eucaliptus, y cortándose en los troncos y los altos hilos del telégrafo, silbaba ululante.

Cruzando el fangoso camino, palpando los alambres de los cercos para guiarme en la obscuridad, a pasos prudentes, y cuando lo permitía la dureza del terreno rápidos, llegué al edificio que el viejo ubicara a la izquierda con el nombre de Casino.

Indeciso me detuve. ¿Llamaría? Tras de las barandas del chalet,, frente a la puerta, no había ningún soldado de guardia.

Subí tres escalones, y audazmente así pensaba entonces me interné en un estrecho corredor de madera, material de que estaba construído todo el edificio, y me detuve frente a la puerta de una oblonga habitación, cuyo centro ocupaba una mesa.