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Roberto Arlt

mensos espacios de tiempo entre mi ayer taciturno y mi hoy caviloso.

Pensé:

—Ahora que todo ha cambiado, ¿quién soy yo dentro del amplio uniforme?

Sentado junto a la cuadra, observaba la lluvia cayente a intervalos, y con el plato encima de las rodillas no podía apartar los ojos del arco de horizonte, tumultuoso a pedazos, liso como una franja de metal en otros y aleonado tan despiadadamente, que el frío de su altura en la caída penetraba hasta los huesos.

Algunos aprendices amontonados en la cuadra reían, y otros inclinados en una pileta para abrevar caballos se lavaban los piés.

Me dije.

—Y así es la vida, quejarse siempre de lo que fué. Con cuanta lentitud caían los hilos de agua. Y así era la vida.

Dejé el plato en tierra, para agrandar mis cavilaciones con estas ansiedades.

¿Saldría yo alguna vez de mi ínfima condición social, podría convertirme algún día en un señor, dejar de ser el muchacho que se ofrece para cualquier trabajo?

Pasó un teniente, y adopté la posición militar... Después me dejé caer en un rincón y la pena se me hizo más honda.

En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso, y botines enormes, porque en los piés le han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en que ganarse la vida?

Me temblo el alma. ¿Que hacer, que podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil