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Roberto Arlt

cordar, y rechinando los dientes caminaba por las veredas obscuras, calles de comercios defendidos por cortinas metálicas y tableros de madera.

Tras esas puertas había dinero, los dueños de esos comercios dormirían tranquilamente en sus lujosos dormitorios y yo, como un perro andaba a la ventura por la ciudad.

Estremecido de odio, encendí un cigarrillo, y malignamente, arrojé la cerilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico; una pequeña llama onduló en los andrajos, de pronto el miserable se irguió informe como una tiniebla y yo eché a correr amenazado por su enorme puño.

En una casa de compra y venta del Paseo de Julio, compré un revólver, lo cargué con cinco proyectiles, y despues, saltando a un tranvía me dirigí a los diques.

Tratando de realizar mi deseo de irme a Europa, apresurado trepaba las escalerillas de cuerda de los transatlánticos, y me ofrecía para cualquier trabajo durante la travesía, a los oficiales que podía ver. Cruzaba pasillos, entraba a estrechos camarotes atestados de valijas, con sextantes colgados de los muros, cruzaba palabras con hombres uniformados, que volviéndose bruscamente cuando les hablaba, apenas comprendían mi solicitud y me despedían con un gesto malhumorado.

Por encima de las pasarelas se veía el mar tocando el declive del cielo y los velámenes de las barcas alejadísimas.

Caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos.

Experimentaba la sensación de encontrarme alejadí-