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Roberto Arlt

borde de los ataúdes se sobrecogía dolorosamente mi masculinidad.

Entonces hubiera querido ocupar el suntuoso lecho de los muertos, como ellos ser adornado de flores y embellecido por el suave resplandor de los cirios, recoger en mis ojos y en la frente las lágrimas que vierten enlutadas doncellas.

No era por vez primera este pensamiento, más en ese instante me contagió de esta certeza.

—Yo no he de morir... pero tengo que matarme — y antes que pudiera reaccionar, la singularidad de esta idea absurda se posesionó vorazmente de mi voluntad.

—No he de morir. No... yo no puedo morir... pero tengo que matarme.

De donde provenía esta certeza ilógica que después ha guiado todos los actos de mi vida...

Mi mente se despejó de sensaciones secundarias, yo sólo era un latido de corazón, un ojo lúcido y abierto al serenísimo interior.

—No he de morir, pero tengo que matarme.

El concepto se manifestaba cristalino, y distribuía en mis sentidos atentísimos, la absoluta conformidad, con la única razón subsistente e imperiosa.

—No he de morir... yo no puedo morir... pero tengo que matarme.

Me acerqué a un galpón de zinc. No lejos una cuadrilla de peones descargaban bolsas de un vagón, y en aquel lu gar el empedrado estaba cubierto de una alfombra amarilla de maíz.

Pensé.

—Aquí tiene que ser — y al extraer del bolsillo el revólver, súbitamente discerní — no en la sien, porque me afearía el rostro, sinó en el corazón.

Seguridad inquebrantable guiaba los movimientos de mi brazo.