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El juguete rabioso

Me pregunté.

—¿Dónde estará el corazón?

Los opacos golpes interiores me indicaron su posición.

Examiné el tambor. Cargaba cinco proyectiles. Después apoyé el caño del revólver en el saco.

Un ligero desvanecimiento me hizo vacilar sobre las rodillas y me apoyé en el muro del galpón.

Mis ojos se detuvieron en la calzada amarilla de maíz, y apreté el gatillo lentamente, pensando...

—No he de morir — y el percutor cayó... Pero en ese brevísimo intervalo que separaba al percutor del fulminante, sentí que mi espíritu se dilataba en un espacio de tinieblas.

Caí por tierra.

Cuando desperté en la cama de mi habitación, en el blanco muro un rayo de sol diseñaba los contornos de las cenefas, que en el cuarto no se veían tras los cristales.

Sentada al borde del lecho estaba mi madre.

Inclinaba hacia mí la cabeza. Tenía mojadas las pestañas, y su rostro de rechupadas mejillas, parecía excavado en un arrugado mármol de tormento.

Su voz temblaba.

—¿Por qué hiciste eso... ah, por qué no me dijiste todo? ¿Por qué hiciste eso, Silvio?

La miré. Me contraía el semblante un terrible visaje de misericordia y remordimiento.

—¿Por qué no viniste... yo no te hubiera dicho nada. Si es el destino, Silvio. Que sería de mí si el revólver hubiera disparado. Tú ahora estarías aquí, con tu pobre cari-