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Roberto Arlt

ro, si no se le extendía un recibo en la forma estipulada por la ley, lo que era superfluo; otro que no pagaba el papel sinó una semana después que comenzaba a consumirlo.

No hablemos de la ralea de los feriantes turcos.

Si yo les pedía noticias de Al Motamid, no me comprendían o se encogían de hombros; cortando un pedazo de bofe para el gato de una comadre descarada.

Después para venderles había que perder una mañana, y eso con el objeto de enviar a distancias inverosímiles, en calles de suburbios desconocidos, un mísero paquete de veinticinco kilos, donde se ganaban setenta y cinco centavos.

El carretero, un hombre taciturno de cara sucia, al atardecer cuando regresaba con su caballo cansado y el papel que no se había entregado decía:

—Este no se entregó—y arrojaba el fardo al pavimento con gesto malhumorado — porque el carnicero estaba en los mataderos y la mujer dijo que no sabía nada y no lo quiso recibir. Este otro no vive en el número, porque allí es una fábrica de alpargatas. De esta calle no me supo dar razón nadie.

Nos deslenguábamos en reniegos contra esa chusma que no reconocía formalidades, ni compromisos de ningún género.

Otras veces, acaecía que Mario y yo recogíamos un pedido del mismo individuo y cuando se le enviaba lo encargado lo rechazaba, porque decía que había comprado la mercadería a un tercero que se la ofreció más barata. Algunos tenían la desvergüenza de decir que no habían encargado nada, y por lo general si no las había, inventaban las razones.

Cuando creía haber ganado sesenta pesos en una semana recibía sólo veinticinco o treinta.

Pero ¡y la gentecilla! los comerciantes de al por me