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El juguete rabioso

largos de recorrer a pié, placíame soñar en cosas absurdas, verbigracia, que yo había heredado setenta millones de pesos o en cosas de esa naturaleza. Se evaporaban mis quimeras, cuando al entrar al escritorio, Monti me comunicaba indignado:

—El carnicero de la calle Remedios devolvió el recorte.

—¿Por qué?

—Que se yo... dijo que no le gustaba.

—Mal rayo lo parta al tío ese.

Es indescriptible el sentimiento de fracaso que producía ese bulto de papel sucio, abandonado en el patio obscuro, con las ataduras renovadas, lleno de barro en los cantos, manchado de sangre y de grasa, debido a que el carnicero lo había revuelto despiadadamente con las manos pringosas.

Este género de devoluciones se repetía con demasiada frecuencia.

Previniéndome de posteriores incidentes solía advertir al comprador:

—Mire: el recorte son las sobras del papel parejo. Si quiere le mando recorte especial, son ocho centavos más por kilo pero se aprovecha todo.

—No importa ché — decía el matarife, mande el recorte — mas cuando se le entregaba el papel, pretendía que se les rebajara algunos centavos por kilo, o sino devolver los pedazos muy rotos, que sumando dos o tres kilos hacían perder lo ganado; o no pagarlo, que era perderlo todo...

Acontecían percances divertidísimos, por los que Monti y yo acabamos por echarnos a reír para no llorar de rabia.

Teníamos entre los clientes un chanchero que exigía se le entregaran los fardos de papel en su casa en un día por él determinado y a una hora prefijada, lo que era imposible; otro que devolvía la carga insultando al carrete