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Roberto Arlt

—¿El Rengo?

Con las manos apoyadas en la cadera, inflado el delantal sucio sobre el vientre, los feriantes gritaban con voces gangosas o chillonas.

—Rengo, vení Rengo — y porque le estimaban, al llamarle se reían con gruesas carcajadas, más el Rengo reconociéndome desde lejos, para gozar de su popularidad caminaba despacio, cojeando ligeramente. Cuando frente a un puesto encontraba a alguna criada conocida, se tocaba el ala del sombrero con el cabo del rebenque.

Detenido charlaba, chariaba sonriendo, mostrando los torcidos dientes en una perenne sonrisa picaresca; de pronto se iba guiñando al soslayo un ojo a los peones de carniceros, que con los dedos de las manos le hacían obscenos gestos.

—Rengo...ché Rengo... vení — gritaban de otro lado.

El pelafustán volvía su cara angulosa a un costado, diciendo que aguardáramos, y a fuerza de codo se abría paso entre las mujeres apeñuscadas frente a los puestos, y las hembras que no le conocían, las viejas codiciosas y regañonas, las jóvenes mujeres biliosas y avaras, las mozuelas linfáticas y pretenciosas, miraban con desconfianza agria, con fastidio mal disimulado, esa cara triangular enrojecida por el sol, bronceada por la desvergüenza.

Era un bigardón a quien agradaba tocar el trasero de las mujeres apiñadas.

—Rengo... vení Rengo.

El Rengo gozaba de su popularidad. Además como a todos los grandes personajes de la historia, le agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato.

Cuando hablaba de cosas sucias, su cara roja resplandecía como si la hubieran lardado con tocino, y el círculo