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El juguete rabioso

cubierta por un océano de sol, ésta se presentaba inopinadamente.

El viento traía agrio olor de verduras, y los toldos de los puestos sombreaban los mostradores de estaño dispuestos paralelamente a la vereda, en el centro de la calzada.

Aún tengo al cuadro ante los ojos.

Se compone de dos filas.

Una formada por carniceros, vendedores de puerco, hueveros y queseros, y otra de verduleros. La columna se prolonga chillona de policromía, churriguerresca de tintas, con sus hombres barbudos en mangas de camiseta junto a las cestas llenas de hortalizas.

La fila comienza en los puestos de pescadores, con los cestos ocres manchados por el rojo de los langostinos, el azul de los pejerreyes, el achocolatado de los mariscos, la lividez plomiza de los caracoles y el blanco zinc de las merluzas.

Los perros rondan arrebatándose el triperío de desecho, y los mercaderes con los velludos brazos desnudos y un delantal que les cubre el pecho, cogen, a pedido de las compradoras, el pescado por la cola, de una cuchillada le abren el vientre, con las uñas le hurgan hasta espinazo destripándolo, y después de un golpe seco lo dividen en dos.

Más allá las mondongueras raen los amarillentos mondongos en el estaño de sus mostradores, o cuelgan de los ganchos inmensos hígados rojos.

Diez gritos monótonos repiten:

—Peejerreeye fresco... fresco señora.

Otra voz grita.

—Aquí... aquí está lo bueno. Vengan a ver esto.

Pedazos de hielo cubiertos de aserrín rojo se derriten a la sombra lentamente encima el lomo de los pescados encajonados.

Entrando, preguntaba en el primer puesto.