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Roberto Arlt

Le miré con frialdad, esa frialdad que proviene de haber descubierto un secreto que nos puede beneficiar inmensamente, y repliqué para inspirarle confianza:

—No sé de que se trata, pero es poco.

La boca del Rengo se abrió lentamente.

—Te pa-re-ce po-co. Diez mil mangos lo menos, Rubio... lo menos.

—Somos dos insistí.

—Tres — replicó.

—Peor que peor.

—Pero la tercera es mi mujer — y de pronto sin que me explicara su actitud, sacó una llave, una pequeña llave aplastada y poniéndola encima la mesa dejóla allí abandonada. Yo no la toqué.

Concentrado le miraba a los ojos, él sonreía como si la locura de un regocijo le ensanchara el alma, a momentos empalidecía; bebió dos vasos de cerveza uno tras otro, enjugóse los labios con el dorso de la mano y dijo con una voz que no parecía suya.

—¡Es linda vida!

Sin apartar los ojos de él, dije.

—Sí, la vida es linda, Rengo. Es linda. Imaginate los grandes campos, imaginate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían; nosotros cruzaríamos como grandes "bacanes" las ciudades al otro lado del mar.

—¿Sabés bailar, Rubio?

—No, no sé.

—Dicen que allí los que saben bailar el tango se casan con millonarias... y yo me voy a ir, Rubio, me voy a ir.

—¿Y la plata?

Me miró con dureza, después una alegría le demudó el semblante, y en su rostro de gavilán se dilató una gran bondad.