Página:El juguete rabioso (1926).djvu/158

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
150
El juguete rabioso

—Hace días que no venís por la feria — comentó.

—Sí... estaba ocupado... ¿Y vos?

El Rengo tornó a mirarme. Como caminábamos por una vereda sombreada, dióse a hacer observaciones acerca de la temperatura; después habló de la pobreza, de los trastornos que le traían los cotidianos trabajos; también me dijo que en la semana última le habían robado un par de riendas, y cuanto agotó el tema, deteniéndome en medio de la vereda, y cogiéndome de un brazo lanzó este exabrupto:

—¿Decíme, ché Rubio, sos de confianza o no sos?

—¿Y para preguntarme esto me has traído hasta acá?

—¿Pero sos o no sos?

—Mirá Rengo, decime, me tenés fé.

—Sí.. yo te tengo... pero decí, ¿se puede hablar con vos?

—Claro hombre.

—Mirá, entonces entremos allá, vamos a tomar algo — y el Rengo encaminándose al despacho de bebidas de un almacén, pidió una botella de cerveza al lavacopas, nos sentamos a una mesa en el rincón más obscuro, y después de beber, el Rengo dijo, como quien se descarga de un gran peso.

—Tengo que pedirte un consejo, Rubio. Vos sos muy "centífico". Pero por favor ché... te recomiendo Rubio.

Le interrumpí.

—Mirá Rengo, un momento. Yo no sé lo que tenés que decirme, pero desde ya te advierto que sé guardar secretos. No pregunto ni tampoco digo.

El Rengo depositó su sombrero encima de la silla. Cavilaba aún, y en su perfil de gavilán la irresolución mental movíale ligeramente por reflejo los músculos sobre las mandíbulas. En sus pupilas ardía un fuego de coraje, después mirándome reciamente, se explicó.

—Es un golpe maestro, Rubio. Diez mil mangos por lo menos.