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Roberto Arlt

—No me importa... y seré hermoso como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena... una pena... La angustia abrirá a mis ojos grandes horizontes espirituales... ¡pero que tanto embromar!... ¿no tengo derecho yo...? ¿acaso yo...?; y seré hermoso como Judas Iscariote... y toda la vida llevaré una pena... pero... ¡ah! es linda la vida, Rengo... es linda... y yo... yo a vos te hundo... te degüello... te mando al "brodo" a vos... sí a vos... que sos "pierna"... que sos "rana"... yo te hundo a vos... sí a vos Rengo... y entonces... entonces seré hermoso como Judas Iscariote... y tendré una pena... una pena... ¡Puerco!

Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja.

Levanté la cabeza y próximo al zenit entre sábanas de nubes, vi relucir débilmente una estrella. Diría una salpicadura de agua trémula en una grieta de porcelana azul.

Me encontraba en el barrio sindicado por el Rengo.

Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustrium. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. Un piano sonaba en la quietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas, al tiempo que leía en una placa de bronce:

Arsenio Vitri — Ingeniero.

Era la única indicando dicha profesión, en tres cuadras a lo largo.

A semejanza de otras casas, el jardín florecido exten-