día sus canteros frente a la sala, y al llegar al camino de mosaico que conducía a la puerta vidriada de la mampara se cortaba; luego continuaba formando escuadra a lo largo del muro de la casa ladera. Encima de un balcón una cúpula de cristal protegía de la lluvia lo destechado.
Me detuve y presioné el botón del timbre.
La puerta de la mampara se abrió, y encuadrada por el marco, ví una mulata cejijunta y de mirada aviesa, que de mal modo me preguntó lo que quería.
Al interrogarle de si estaba el Ingeniero, me respondió que vería, y tornó diciéndome quien era y que es lo que deseaba. Sin impacientarme le respondí que me llamaba Fernán González, de profesión dibujante.
Volvió a entrar la mulata, y ya más apaciguada, me hizo pasar. Cruzamos ante varias puertas con las persianas cerradas, de pronto abrió la hoja de un estudio, y frente a un escritorio a la izquierda de una lámpara con pantalla verde, ví una cabeza canosa inclinada; el hombre me miró, le saludé, y me hizo señal de que entrara. Después dijo:
—Un momento, señor, y soy con Vd.
Le observé. Era joven a pesar de su cabello blanco.
Había en su rostro, una expresión de fatiga y melancolía. El ceño era profundo, las ojeras hondas, haciendo triángulo con los párpados, y el extremo de los labios ligeramente caídos, acompañaba a la apostura de esa cabeza, ahora apoyada en la palma de una mano e inclinada hacia un papel.
Adornaban el muro de la estancia, planos y diseños de edificios lujosos; fijé los ojos en una biblioteca llena de libros, y había alcanzado a leer el título: "Legislación de Agua", cuando el señor Vitri me preguntó.
—¿En qué puedo servirle señor?
Bajando la voz le contesté.
—Perdóneme señor, ante todo, ¿estamos solos?
—Supongo que sí.