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El juguete rabioso

Era una vejezuela descarada y avara; envolvíale la cabeza un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Encima la frente le caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba. Su declaración hizo poca luz en torno del Rengo. Ella le conocía desde hacía tres meses. Pagaba puntualmente y trabajaba a la mañana.

Interrogada acerca de las visitas que recibía el ladrón, dió datos obscuros; eso sí, recordaba "que el domingo pasado una negra vino a las tres de la tarde y salió a las seis junto con Antonio".

Descartada toda posibilidad de complicidad, se le ordenó absoluta discreción, que la vejezuela prometió por temor a posteriores compromisos, y los dos agentes tornaron al altillo para esperar al Rengo, ya que fué explícito deseo del ingeniero, que el Rengo fuera detenido fuera de su casa, para atenuar la pena que merecía. Quizá pensó también que yo no era completamente ajeno a la decisión del Rengo.

Los pesquisas creían que éste no vendría; posiblemente cenara en algún restaurant de las afueras, y se embriagara para darse coraje, pero se equivocaron.

Esos días el Rengo había ganado dinero con unas redoblonas. Después que se separó de mí volvió al altillo para salir más tarde hacia un prostíbulo que conocía. Casi a la hora de cerrarse los comercios entró en una valijería y compró una valija.

Después se dirigió a su cuarto, bien ajeno a lo que le esperaba. Subió la escalera tarareando un tango, cuyos tonos hacían más distintos los golpeteos intermitentes de la valija entre los peldaños.

Cuando abrió la puerta, la dejó en el suelo.

Introdujo después una mano en el bolsillo para sacar la caja de fósforos y en ese instante un golpe terrible en