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EL JUGUETE RABIOSO

podía nacerle de la soberbia gorra azul con trancollín de oro sobre la visera, me dió permiso para entrar, dándome por toda indicación:

—El ascensor a la izquierda.

Cuando salí de la jaula de hierro, me encontré en un corredor obscuro, de cielorraso bajo.

Una lámpara esmerilada difundía su claridad mortecina por el mosaico lustroso.

La puerta del departamento indicado era de una sola hoja, sin cristales, y parecía por su pequeña y redonda cerradura de bronce, la puerta de una monumental caja de acero.

Llamé, y una criada de sayas negras y delantal blanco me hizo entrar a una salita tapizada de papel azul, surcada de lívidos floripones de oro.

A través de los cristales cubiertos de gasa moiré, penetraba una azulada claridad de hospital. Piano, niñerías, bronces y floreros, todo lo miraba. De pronto un delicadísimo perfume anunció su presencia, una puerta lateral se abrió y me encontré ante una mujer de rostro aniñado, liviana melenita encrespada junto a las mejillas, y amplio escote. Un velludo batón color cereza no alcanzaba a cubrir sus pequeñas chinelas blanco y oro.

—¿Qu y a t-il, Fanny?

—Quelques livres pour Monsieur...

—¿Hay que pagarlos?

—Están pagos.


—Qui..

—C'est bien. Donne le pourboire an garçon.

De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí.

—Yo no recibo propinas de nadie.

Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo: trés bien, trés