Página:El museo universal 15 de enero de 1857.pdf/9

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida

La crítica discurre asi: la tradición es mas breve y sencilla: la batalla de Covadonga fue un milagro. La saeta despedida por el brazo del Musulmán, se volvia contra el corazón del que la habia disparado.

Si la victoria puede esplicarse naturalmente ó tenemos que recurrir á la milagrosa intervención del cielo, nó queremos disputarlo: á nuestro propósito basta consignar que sin esa fe sencilla en que se apoya la tradición, Covadonga seria boy todavía albergue de fieras, no la casa solar de nuestros reyes; los árabes y los moros continuarían dueños de España.

Atraídos por esta misteriosa voz de la tradición, los peregrinos han ido en todos tiempos á postrarse á los pies de una tosca imagen de la Virgen y a saludar los sepulcros de Pelayo y Alfonso I, incrustrados en las toscas paredes de la Santa Cueva.

Aparece esta en medio de una tajada peña: la boca es de unos cuarenta pies, el fondo de treinta. Forman el techo inclinado y desigual, caprichosos picos y seculares estalactitas, remedando los caprichos de la arquitectura árabe normanda. El piso es natural en el fondo; pero de la mitad hacia adelante lo compone un tablado que vuela atrevidamente sobre un precipicio de noventa pies de altura. El borde está defendido por un balconage de madera, que le da el aspecto de galería, en uno de cuyos estremos, álzase la capilla de la Virgen, donde apenas hay espacio para el altar, el sacerdote y el ayudante.

Es magnífico, sin embargo, el espectáculo que ofrece un pueblo arrodillado delante de esa pobre choza, cuando en ella se celebran los sagrados ritos. En aquel barranco cercado por todas partes de montañas gigantescas y enriscadas que elevan hasta las nubes sus desiguales picos, cubiertos de nieve la mayor parte del año; en aquellas faldas de vigorosa vegetación, en aquellas rocas y viejos edificios, tapizados de musgo y yedra, en aquel recinto, aislado al parecer del resto de la tierra, osténtase el altar de la Virgen suspendido sobre el abismo, como un nido de palomas. El torrente, brotando de lo interior de la cueva, se precipita en espumosa cascada debajo dé la capilla, como el caudal de mercedes que dispensa la Madre de Dios: la cueva ostenta toda su rústica grandeza y sus salvajes sinuosidades se desvanecen en lo oscuro del fondo, como sus recuerdos en el misterio de la antigüedad, y encima de la peña campea como una cúpula, la cumbre del monte Orandi, cuya denominación mas antigua es la Montaña de Santa María.

Cuando en 1777 las llamas devoraron el templo levantado en el sitio mismo que hoy ocupa la humilde capilla, Carlos III comisionó á su gran arquitecto Villanueva para construir en Covadonga un edificio digno de los reyes de España. Principió en efecto por hacer un pretil que conteniendo las aguas del torrente y dándoles conveniente salida, sirviese de basamento á la obra. Sobre este primer cuerpo, semejante á un alcázar, debia alzarse el panteón de Pelayo á la altura de la gruta, y encima de todo y cubriendo esta, la iglesia en forma de rotonda. Afortunadamente el clásico artífice no pasó del pretil que basta para acreditar la grandeza y osadía de su pensamiento, sin robar á las áridas miradas del peregrino que por vez primera penetra en el valle el anhelado aspecto e la venerada cueva.

Al pié de ella yace un pequeño monasterio que ahora sirve de colegiata. Su iglesia, ó mas bien capilla, dedicada á San Fernando, nada ofrece de notable escepto dos sepulcros bizantinos de personajes desconocidos.

En cuanto á las tumbas de Pelayo y Alfonso I de que hemos hablado mas arriba, aunque con inscripciones que no remontan mas allá del siglo XVI, conservan algunos restos que pudieran muy bien ser obra del siglo VIII. Consta que Alfonso se enterró allí: de Pelayo solo se sabe que fue sepultado en la cercana parroquia de Santa Eulalia de Velamia: si hemos de dar crédito á la tradición es preciso suponer que fue trasladado á la cueva teatro de su principal hazaña.

Todo es oscuro, todo misterioso en la existencia de ese personaje histórico cuya elevación, como dice un elegante escritor, cual la de ciertos picos culminantes, va en aumento con la distancia. De todas maneras es indudable que la fe y el amará la independencia que resplandecen en Covadonga, son el germen de todos los grandes hechos con que se ufana nuestra historia.

F. Navarro Villoslada.


COSTUMBRES.

NO COMO ES CASA.

Entre los mil recursos de buena sociedad que ha inventado la fraseología moderna, ninguno nos parece mas filosófico, ni retrata mejor el espíritu de nuestra época, que la esclamacíon vulgar: no como en casa. Estas palabras, que lo mismo son hijas de la alegría que de la desesperación, que significan tan pronto un desaire como una amenaza, han llegado á popularizarse de tal manera, que apenas se encontrará un individuo, sean cualesquiera su edad y su condición, que no las haya pronunciado en circunstancias mas ó menos solemnes.

Citaremos algunos ejemplos: Luis es un muchacho apreciable y juicioso. A los oíos de su mujer no tiene mas defecto que ser su marido; á los de las demás no tiene otra falta que no serlo. Luis es muy desgraciado á pesar de todo. Con mas alientos que un portugués rico, y mas esperanzas que un autor coronado, Luis no ha podido pasar de su modesta categoría de oficial primero de la clase de últimos en una dirección. Esto le desespera tanto mas, cuanto que debe llegar su suegra de un momento á otro, en compañía de su mitad, que viene á la corte á pretender, y ya le han anunciado que no le harán la ofensa de ir á parar mas que á su casa. Luis tiene la debilidad de estar dominado por su costilla, como él la llama, y no se estraña por lo mismo, cuando al entrar en su habitación se encuentra en medio de ella una cama colocada para los viajeros, mientras le dice la criada señalándole un colchón tendido en el suelo de un aposento contiguo:

—Aquel colchón es para V.; lo ha mandado la señorita.

Luís vuelve á ponerse el sombrero y el taima que había dejado sobre una silla, y retrocediendo sobre sus pasos, llega á la puerta de la escalera.

—¿A dónde vas, querido esposo? grita en esto á su espalda una voz entre dulce y provocadora.

—Tengo que hacer, murmura por lo bajo el infeliz.

—¿Cómo? ¡cuando es probable que esta misma tarde tengamos aquí á los forasteros!

Luis dirige una mirada á su mujer y otra al cielo raso de su habitación; después, tomando una resolución heroica, abre el picaporte y esclama con acento entrecortado:

—Me voy: no como en casa.

La oración, sin embargo, está mal construida. Luis solo debe decir: no como. Mientras su suegra, ya instalada en su cuarto, oye de boca de su mujer la relación de la conducta inmoral y viciosa de un hombre que se atreve á comer fuera de su casa, él cruza como un desesperado las calles del Retiro, y envidia la suerte del hombre de barro colocado sobre la fuente egipcia, que si no está tan abrigado como él, tiene por lo menos la dicha de no conocer á su suegra.

Y si semejantes trases significan en este caso toda la angustia, todo el dolor que pueden caber en un hombre predestinado ¿cuál no será su importancia y su sígnificacion cuando broten en una espansion de alegría?

Figuraos un estudiante de leyes que ha salido de su casa con el cuello del gabán levantado para que no le conozcan sus acreedores, y que se presenta poco después á la patrona, no ya con el gabán, sino hasta con el chaleco desabrochado, y la dice mostrándole un billete de lotería en una mano, mientras agita en la otra un enorme cigarro de cuatro cuartos, con todas las apariencias de un palo del telégrafo:

— Patrona, no se canse V. en esperarme; no como en casa.

Figuraos después al estudiante instalado en una mesa del Cisne enfrente de un amigo, y decidme si ciertos goces pueden disfrutarse bajo el techo del hogar doméstico, y si no es una cosa muy agradable no comer en casa. Esto sin contar con los mil compromisos de que puede libraros aquella indicación hecha á tiempo.

Dos antiguos conocidos se tropiezan en la Carrera de San Gerónimo.

—Adiós, don Marcos.

—El le guarde, mi querido don Restituto. ¿V. por Madrid? Si señor; aquí vengo á reponerme

— ¿Cómo? ¿padece V ?

— Sí; una cesantía crónica de que han prometido curarme.

— ¿Y viene Y. solo?

— Solo; pero tenemos mucho que hablar; ¿ V. ha comido ?

— No señor; voy precisamente á eso.

— Entonces me convido; acompañaré á V., y de paso veré á mi señora doña Ménica y á los chicos.

— Lo siento mucho, pero es imposible.

— ¡Imposible! ¿y porqué?

— Hoy, contra la costumbre de toda mi vida, no como en casa.

No hay que darle vueltas; pudiéramos aducir mil ejemplos semejantes que nos conducirían á declarar las fondas establecimientos de utilidad nacional.

¿Qué héroe, antes ó después de una batalla; qué dramaturgo antes ó después de un estreno; qué padrino antes ó después de un lance de honor, han comido jamás en su casa?

No comer en casa equivale á ser rico; es hacer uno la campaña de la vida fuera de sus posiciones; es tener una doble personalidad, y hasta una doble vista, porque al través de lo que toma, se está reflejando lo que deja.

¡Desgraciados aquellos que no han tenido ocasión de esclamar; ¡no como en casa! Esos son los que llamados á definir un napoleón escribieron en un diccionario:

«Napoleón: moneda de cinco francos que se usa en Francia. Nota. También hubo un emperador de este nombre.»

Y sin embargo, ¿quién ignora lo que es un napoleón?

Preguntad á un borracho qué representa esa moneda, y os contestará que es un océano de vino; ochenta y cinco vasos que en una cabeza bien preparada equivalen á ochenta y cinco días de felicidad.

Preguntad á un avaro, y os dirá: un napoleón es una parte de vida que se adquiere, una dicha que se compra; guardado, un vicio que se evita; en circulación, un deseo que nace.

Preguntad á una muchacha bonita y alegre, y os responderá: un napoleón es el lazo conque adorno mis cabellos, y en que prendo muchos corazones; es mi abanico de chinos, detrás de cuyo varillaje han hecho mis ojos mas guerra que todas las baterías de Sebastopol. Y si esto os dice la joven presumida, oiréis decir al amante: Un napoleón es el rostro de mi amada, adquirido á esa costa en un daguerreotipo; es el billete del baile de máscaras, donde podré verla y contarle mis tristezas al compás de la polka; es el carruaje en que podré llevarla con su mamá al Prado la tarde en que pueda vernos mas gente. Y dirá el almivarado pollo:

—¡Un napoleón! ¡bah! eso cuestan unos guantes en casa de Dubost, un pastel en casa de Lhardy, un folleto en la Imprenta Nacional, ó un chocolate y un puro en el café Suizo.

Y el que sepa apreciar lo bueno en su justo valor prescindirá de las definiciones; pero al verse con un napoleón, sonreirá para sus adentros y esclamará dirigiéndose al primero que tenga á mano: no como en casa.

En buen hora sostengan los moralistas que la comida es el lazo de unión de las familias, el vínculo del hijo con el padre, del novio con su prometida, del amo con su criado; esta teoría ha caído por su base desde el momento en que comen también los hombres solos. ¡No como en casa! hé aquí la espresion mas fiel de nuestro siglo nivelador y caprichoso; de nuestro siglo, que, en su afán de crear, ensancha á un tiempo los límites de la inteligencia y del estómago.

Un amigo vuestro, un compañero de la infancia debe partir en breve; el buque le aguarda en el puerto; dentro de algunas horas abandonará la ciudad, la patria, la Europa quizá, sin que quede de él mas recuerdo que su nombre que creeréis escuchar en el murmullo de las olas al besar la playa. Desearíais acompañarle, dividir con él los peligros; pero ya que esto no es posible, enlazáis al suyo vuestro brazo y lo conducís á una fonda de las mas ignoradas, no sin decir antes á vuestra madre: no como en casa. Y hacéis bien; quizá el desventurado se aleja para siempre; los vientos son traidores, las ondas coquetas, la nave va entregada al acaso; el Océano es el sepulcro de muchas esperanzas; vuestro amigo lo sabe, y por eso os confia todos sus secretos, os da la misteriosa llave del tesoro de sus sueños, y derrama al concluir lágrimas de que se avergonzaría delante de gentes.

Años después le encontráis en el puerto sano y salvo.

¡No como en casa! vuelve á ser vuestra esclamacíon, y los temores de entonces son ahora deseos; aquellos sueños pueden convertirse en realidades, y os trasportáis con él á las regiones del Nuevo Mundo, y brindáis tal vez por su suerte que le ha sacado triunfante de los mares, para hacerle perecer mas tarde en el paso de algún arroyo.

¡No como en casa! He aquí la maldición del amante desesperado; la amenaza del esposo ofendido, la queja del compañero de habitación, el suspiro del cesante desahuciado; el grito de guerra del hijo desobediente; el fiat lux del autor dramático desconocido; el himno de triunfo, por último, del que logra atrapar una rica heredera, ó cobra un crecido dividendo de una mina de cuyo nombre no quiere acordarse.

¡Ah! nuestros padres debieron ser muy desgraciados. Ellos no conocieron las comidas de cien cubiertos, y apenas si alcanzaron alguna sencilla merienda de campo, preparada en la casa, y que se engullían prosaicamente en la alameda de Osuna, ó en las nada deliciosas ni floridas riberas del Manzanares. Ellos no fueron servidos jamás por mozos de frac y corbata blanca, al resplandor de candelabros de gas, mientras la orquesta daba á los aires sus armonías, y los rostros de los convidados alegres y entusiastas se reflejaban como en espejo en la envoltura plateada de un enorme salchichón de Genova.

¡No como en casal Hace un siglo nadie podia decir esto sin mandar sacar al mismo tiempo á su mayordomo ó ama de llaves la casaca bordada y el espadín de acero reservado para las grandes solemnidades; había llegado el dia del santo de algún gran personaje, y este recibía en su casa al confesor y otros dos ó tres amigos, retirando en cambio de la mesa los hijos pequeños, para que no derramaran sobre los convidados la indispensable natilla, o la taza dorada donde se encerraba el arrope manchego, regalo de las anteriores navidades.

Hoy vivimos en otra atmósfera y tenemos otros gustos y otras necesidades. Desde la humilde hostería donde el trabajador encuentra á las doce su sopa y su cocido, hasta el lujoso hotel donde, se encierran todos los productos del arte y de la naturaleza, los hijos del siglo XIX tenemos cuanto pudiera desear la vista mas antojadiza y el espíritu mas apenado y enfermo.

Por eso en todas nuestras grandes alegrías; en nuestros momentos de fastidio; en esas horas en que la soledad parece un asilo bienhechor que la mano de Dios nos dejara, y el silencio un consuelo que nos reanima, abandónanos el techo que cubre nuestras esperanzas y nuestras miserias; nos aislamos del mundo en que vivimos, y nos