sarla, sin saber tampoco lo que se hacia, diciéndole entre sus sollozos, como una busca amparo en su madre: —¡Señora, señora! ¡Qué desgraciada niña que soy!
—No tanto como V. se figura!—contestábale la corregidora, llorando tambien generosamente.
—¡Yo sí que soy desgraciado!—gemia al mismo tiempo el tio Lúcas, andando á puñetazos con sus lágrimas, como avergonzado de verterlas.
—Pues ¿y yo?—prorumpió al fin Don Eugenio, sintiéndose ablandado por el contagioso lloro de los demas, ó esperando salvarse tambien por la via húmeda; quiero decir, la via del llanto.—¡Ah, yo soy un pícaro! ¡Un monstruo! ¡Un calavera deshecho, que ha llevado su merecido!
por Y rompió á berrear tristemente, abrazado á la barriga del Sr. Juan Lopezsin Y éste y los criados lloraban de igual manera, y todo parecia concluido, y embargo, nadie se habia explicado.