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Ciertamente, la intensa pasión que creía alimentar en el fondo del alma por su amada Arabela le hacía complacerse en la sociedad de los Carmesy, hacia los cuales le atraía además un sentimiento de curiosidad; pero tenía que confesarse que, por primera vez en su vida y entre aquella gente, no era ya el principal personaje objeto de respeto y admiración.

Se había convertido en persona secundaria y satélite; era verdad que su astro se llamaba Arabela; pero ello era que Jacobo no se lanzaba ya libre y orgulloso en una carrera independiente y á su sola fantasía.

El Marqués le aplastaba también con la antigüedad de sus antepasados, perdidos en la noche de los tiempos.

No lo decía, pero se adivinaba al oirle qué poco pesaban los Valroy ante su alta nobleza. No parecía considerarlos mucho más que á los Piscop, á los Grivoize y á los mismos Garnache; Reteuil le merecía el mismo juicio.

Aquel antiguo feudal, extraviado en los siglos nuevos, se pasaba por debajo de la pierna á toda aquella gente.

Jacobo se sentía como disminuido, pero se consolaba pensando en la potencia del único agente moderno que gobierna el mundo: el oro y la fortuna, de la que él estaba colmado.

Los Carmesy podían decir lo que quisieran; la nobleza sin dinero es un soldado sin armas; y el joven, para apaciguar el escozor de los arañazos hechos á su amor propio, recapitulaba sus castillos, sus quintas, sus tierras y sus bosques.

Tranquilo entonces levantaba la cabeza y su movible pensamiento gozaba con la aventura; soñaba con el día en que ofrecería todos aquellos bienes y aque-