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—Sí, ya lo sé—respondió Gervasio; no quería confesarlo, pero la cólera le ahogaba. Siguió andando.

No hacía cinco minutos que trotaba por el camino, cuando oyó detrás de él el paso de otro caballo. Una voz que le llamaba le hizo volver la cabeza, y reconoció á su hermano Anselmo.

—Gervasio...

—¿Qué quieres?

—Te andaba buscando.

Cuando estuvieron juntos, Anselmo explicó en voz baja: —Escucha: no me gustan estas comisiones, pero el honor de la familia ante todo. Me acaban de decir que Arabela ha hablado largo rato, hace un momento, Icon Berta, ya sabes, la nodriza del Vizconde y su sirviente adicta. Parece que no es la primera vez que lo hace. Ten cuidado, porque eso no me huele bien. Presumo que hay más correspondencia de la que tú crees entre Valroy y Reteuil. Mucho ojo...

—Gracias—dijo Gervasio, que esta vez sentía impulsos sanguinarios;—lo sabía ya, pero, gracias, de todos modos.

—No hay de qué—respondió el hermano;—es un servicio que te hago.

Volvió las riendas y se fué satisfecho.

Una vez solo, Gervasio puso el caballo al paso y reflexionó. Así, pues, gracias á Arabela, se burlaban de él en el país; todo el mundo, su familia, sus criados y los campesinos se guaseaban con él y bromeaban sobre su aventura.

En efecto, la cosa debía ser cierta; Bella estaba demasiado tranquila para no maquinar algo. Y él, el imbécil, que se creía tan seguro y no sospechaba nada... Pues bien, su mujer iba á ver quién era él.

Ah, señora Marquesa! se cree usted demasiado