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criado le respondía desde el jardín. Estaba, pues, allí, y Berta reflexionó entonces.

No veía ningún preparativo de viaje. La calma de las costumbres no se había alterado y esto la tranquilizó. En todo caso, no era para hoy.

Aquel plazo le pareció de una gran importancia y disminuyó su pena. Para los simples lo que no es inmediato, casi no es real y puede no suceder.

Berta alimentaba así una esperanza, la de tener tiempo de ver á Jacobo, de presentarse á él... Puesto que no debía volver, no podría rehusarle esta suprema entrevista. Aquella perspectiva hubiera debido anonadarla y arrancarle las últimas lágrimas; y, á pesar de eso, hizo proyectos.

Aquel día peinaría sus pobres cabellos y se pondría su traje de los domingos, abandonado desde sabe Dios cuándo. Le estaría un poco ancho, sin duda, pero Sofía le pondría alfileres. Llevaría su gran cruz de oro, regalo del conde Juan, y, así, adornada, le daría menos vergüenza. Además, no era más que su nodriza después de todo.

Y con los dientes apretados, repetía mil veces: —Su nodriza... su nodriza...

Berta manifestaba en su mímica una superior ironía.

El tiempo pasó sin que Berta se diese cuenta. Dos ó tres veces vió á Jacobo, que abrió una ventana, miró al cielo, que estaba nublado, y se retiró, dejando la ventana abierta.

Otra vez salió á la escalinata sin nada en la cabeza, raspó la losa con la punta de la bota y pareció discutir consigo mismo. Pero nada de aquello era para asustarla.

Jacobo se entró, para almorzar, sin duda; Berta