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Domingo F. Sarmiento

aquella angustia, á aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan á cinco, y se le entrega la «suma» del poder público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.

En estas transacciones se hallaban la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la guerra.

Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los lomos negros», han perdido toda influencia en el gobierno; cuando más, tienen valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable fa capitulación. Rosas, entretanto que la ciudad» se rinde á discreción, con sus instituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades impuestas al gobierno, agita fuera de Buenos Aires otra máquina no menos complicada.

Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que conferencian ambos caudillos; el gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza á los Reinafé. Invítase á Facundo á ir á interponer su influencia para apagar las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de Diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir á la galera, dirige en presencia de sus amigos, sus adioses á la ciudad. «Si salgo bien, dice, agitando la mano, te volveré á ver; si no, adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos viene á asomar, en aquel momento, su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterloo?

Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestro de posta acude solicito á pasarla; se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza. Quiroga