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sidente Bulnes, decreta un servicio nocturno para los médicos en igual forma que el de las boticas y enumera á los facultativos que semanalmente deben turnarse.

El primer profesor de Prima de Medicina y Protomédico, el Dr. Nevín, ganaba 50 pesos por estos dos empleos; y Ortún Xeres, el primer Verdugo, recibía 60. Estos hechos tenían que influir, necesariamente, en el menosprecio profesional.

¿Por qué está la medicina en España, y en sus colonias, en tal estado de infancia que se aproxima al del barberismo?—preguntaba, á fines del siglo pasado, el Dr. Mateos, de Madrid, en la «Filosofía de la Legislación.»

Y se respondía de esta manera:

«Es que la profesión mas noble y útil es considerada como un vil comercio y una ocupación despreciable; es porque los médicos reducidos á la mendicidad y á la servidumbre, son clasificados entre los aprendices de albañiles y zapateros. Es preciso que un hombre esté imbuido de una filantropía más que regular para que pueda dedicar su injenio y su talento á una profesión que atrae tanta deshonra y vilipendio. Los médicos, bajo el nombre de sanadores, son mal pagados y poco respetados, de consiguiente se amilanan y llegan á ser enteramente descuidados y neglijentes en su misión.»

La fisonomía que ostentaban las universidades, corría parejas con la vida que peregrinaban sus doctores, escepcionando muy pocos nombres. En los siglos XVI y XVII era vulgar esta sentencia: «Cirujano que quiera ser experimentado, vaya á aprender á Valladolid, á Montpellier ó á Bolonia.»

La Universidad de Alcalá fundada por el cardenal Cisneros, á fines del siglo XVI, merece también una especial mención.

Pero estos escasos destellos de la intelectualidad castellana, no eran suficientes para su prestijio en el concierto científico.

España, estuvo persuadida, como ha dicho Hermójenes de Irisarri, de que la riqueza americana consistía en las minas, y esta idea la dominó por completo durante trescientos años. Para la explotación de los metales preciosos se hicieron inmediatas ordenanzas protectoras; para el comercio, la industria y la agricultura, las prohibiciones más absurdas. No cuidó tampoco de lo que debía haber cuidado, del cultivo de la intelijencia de los mismos hijos suyos, puesto que en las venas de los colonos circulaba la sangre española. Con verdad el duque de Saint-Simon, embajador de Francia en la corte castellana, decía en 1722 en sus Memorias; «En España, la ciencia es un crímen, la ignorancia y la estupidez la primera virtud.»

Dura veritas, sed veritas que ha pagado penosa y ruinosamente la hidalga nación.