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V. BLASCO IBÁÑEZ

toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente, como si estuviera ante una tripulación insubordinada.

—¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?

Lo dijo rugiendo, como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contempla la huída de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera.

¡Presente, capitá!—gritaron á un tiempo unas cuantas voces temblonas.

Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados á las sienes. Era la vieja guardia corriendo á morir junto á su ídolo. De los