que he podido. Ninguno se habrá quejado de mi. Hasta los ha habido veteranos del presidio, que al yerme en el último momento, se tranquilizaban decian: «Nicomedes, me satisface que seas tú.»
El funcionario iba animándose en vista de la atención benévola y curiosa que le prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada vez hablaba con más desembarazo.
-Tengo también mi poquito de inventor -continuó-. Los aparatos lo fabrico yo mismo, y en cuanto a limpieza, no hay más que pedir... ¿Quiere usted verlos?
El periodista saltó de la cama, como dispuesto a huir.
-No; muchas gracias; no se moleste. Le creo.
Y miraba con repugnancia aquellas manos, cuyas palmas eran rojizas y grasientas. Restos, tal vez, de la limpieza reciente de que hablaba; pero a Yáñez le parecian impregnadas de grasa humana, del zumo de aquel centenar que formaba su lista.
-¿Y está usted satisfecho de la profesión? -preguntó para hacerle olvidar el deseo de lucir sus invenciones.
-¡Qué remedio!... Hay que confor-