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V. BLASCO IBÁÑEZ

compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaban de los miedos que habían pasado declarando contra él; la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se ha cía esperar, sin duda venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romances, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.

Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas é higos que en la cárcel llamaban café.