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EL MANIQUÍ

taba voluntad ó la amaba demasiado, y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, sólo supo levantar la crispada mano sobre aquella hermosa cara de muñeca pálida, y acabó por no descargar el golpe. Sólo tuvo fuerzas para arrojarla de la casa y llorar como un niño abandonado apenas cerró la puerta.

Después, la soledad completa, la monotonía del aislamiento, interrumpida por noticias que le hacían daño. Su mujer viajaba por el centro de Europa como una princesa; un millonario la había lanzado; aquella era su verdadera existencia, para aquello había nacido. Todo un invierno llamó la atención en París; los periódicos hablaban de la hermosa española; sus triunfos en las playas de moda eran ruidosos, se buscaba como un honor arruinarse por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suicidio formaban en torno de su nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió á Madrid, acrecentada su hermosura por el extraño encanto del cosmopolitismo. Ahora la protegía el más rico negociante de España, y