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V. BLASCO IBÁÑEZ

—¡Luis... Luis!...—gimió tras él una voz débil, con entonación infantil y suave, que le recordaba el pasado, los mejores instantes de su vida.

Sus ojos, acostumbrados ya á la obscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental é imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorporaba trabajosamente una figura blanca.

Entonces se fijó en la mujer inmóvil, que parecía esperarle con su esbelta rigidez y sus ojos de vaga mirada, como empañados por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enriqueta. La servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continuamente recibía de París. Era el único actor de las representaciones de elegancia y riqueza que se daba á solas para remedio de su enfermedad.

—¡Luis... Luis!...—volvió á gemir la vocecita desde el fondo de la cama.

Tristemente fué Luis hacia ella para verse agarrado por unos brazos que le apretaron convulsivamente y sentir una boca