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LA CONDENADA

taba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

—¿Qué les parece? ¿echará la firmica?

Al día siguiente le llevarían á su pue. blo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verle, se pasaba las horas á la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que al mover la hueca faldamenta de zagalejos superpuestos esparcía un punzante olor de establo.

Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor, y únicamente al fijarse en la criatura agarrada á su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba conso. larla. Resignación: aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó á hablar de su primer novio,