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V. BLASCO IBÁÑEZ

un buen chico, que se retiró por miedo á Rafael, y que ahora se acercaba á ella en el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.

—No; hombres no faltan—decía tranquilamente con un conato de sonrisa—. Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió á la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.

El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.

—Alégrate, mujer—decía en el rastrillo el cura á la mujer del indultado—. Ya no matan á tu marido: no serás viuda.