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V. BLASCO IBÁÑEZ

su destreza, un satélite que le seguía á todas partes.

El diputado los despidió con afabilidad felina.

—Adiós, querido Quico—dijo estrechando la mano del roder—. Calma, que pronto saldrás de penas. Que estén buenos tus chicos: y dile á tu mujer que aún recuerdo lo bien que me trató cuando estuve en vues. tra casa.

El roder y su acólito tomaron asiento en la tartana de su pueblo, entre tres vecinas que saludaron con afecto al siñor Quico y unos cuantos chicuelos que pasaban las manos por el cargado retaco como si fuese una santa imagen.

La tartana avanzaba dando tumbos por entre los huertos de naranjos, cargados de flor de azahar. Brillaban las acequias, reflejando el dulce sol de la tarde, y por el espacio pasaba la tibia respiración de la primavera impregnada de perfumes y rumores.

Bolsón iba contento. Cien veces le habían prometido el indulto, pero ahora era de veras. Su admirador y escudero le oía silencioso.