Página:La Condenada (cuentos).djvu/188

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rían borrachos que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embriaguez llorona, no querían meterse en la cama sin visitar a algún amigote enfermo. ¡Cómo le estarían poniendo los asientos!

La tartana pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal. Las vacas de leche, de monótono cencerreo, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el rocín, apartábanse sonando sus campanillas y balanceando sus pesadas ubres; las comadres, apoyadas en sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerradas, y hasta un municipal sonrió maliciosamente, señalándola a unos vecinos.

¡Tan temprano, y ya andaban por el mundo amores de contrabando!

Cuando entró en patio del Hospital, el tartanero saltó de su asiento y, acariciando a su caballo, esperó inútilmente que bajasen aquel par de borrachos.

Fue a abrir, y vio que por el estribo de hierro se deslizaban hilos de sangre.

— ¡Socorro!... ¡Socorro!... -gritó, abriendo de un golpe.

Entró la luz en el interior de la tartana.