Página:La Condenada (cuentos).djvu/201

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Atrás se quedaron los Viveros, con sus regocijadas bodas; los valses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oido de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa. «Sí, Luis; ríe cuanto quieras.» Celosa desde hacía un año, en vista de sus locos amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo: su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comian la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico. ¡Ah señora! ¡Y cuán mal le aconsejaban sus amigos! Él hacía su santa voluntad, ¿estamos? No tenía que dar cuenta a nadie, pues, de darlas, también tendría que exigírselas a ella, «~recuerde usted, señora! ... Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.»