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V. BLASCO IBÁÑEZ

señorito! Es usted la más buena alma que he encontrado en el tren.

Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la obscuridad, buscando sin duda otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.

Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba á tenderme para dormir, cuando en el andén sonaron voces imperiosas.

Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia civil que corrían en distintas direcciones, como cercando á alguien.

«¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso!... Dos por el otro lado para que no escape... Ahora ha subido sobre el tren... ¡Seguidle!»

Y efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.

Era, sin duda, el amigo, á quien habían sorprendido, y viéndose cercado se refu. giaba en lo más alto del tren.

Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón