-¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.
La barca se arrastró, primero, mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas, en el mar libre.
Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas, que se alejaban como puntiagudos fantasmas, resbalando sobre las olas. El compadre miraba el horizonte.
-Antonio, cambia el viento.
-Ya lo noto.
-Tendremos mar gruesa.
-Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un