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V. BLASCO IBÁÑEZ

manecía los más de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija é imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.

Había pasado su vida en continua lucha con la marina real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famo. so bergantín repleto de carne negra, que transportaba desde la costa de Guinea á las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron oscilar sus marineros.

Contábanse de él cosas horripilantes. Cargamentos enteros de negros arrojados al agua para librarse del crucero que le daba caza; los tiburones del Atlántico acudiendo á bandadas, haciendo hervir las olas