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LA ILÍADA

da que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.»

346 Dijo el Saturnio, y estrechó en sus brazos á la esposa. La tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío.

352 Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia las naves aqueas para llevar la noticia á Neptuno, que ciñe la tierra; y deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:

357 «¡Oh Neptuno! Socorre pronto á los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Júpiter; á quien he sumido en dulce letargo, después que Juno, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.»

361 Dicho esto, fuése hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Neptuno, más incitado que antes á socorrer á los dánaos, saltó en seguida á las primeras filas y les exhortó diciendo:

364 «¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria á Héctor Priámida, para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de ello se jacta, porque Aquiles permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Ea, obremos todos como voy á decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva á esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.»

378 En tales términos habló, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes—el Tidida, Ulises y Agamenón Atrida,—sin embargo de estar heridos, formaban el escuadrón; y recorriendo las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente bronce, se pusieron en marcha: precedíales Neptuno, que sacude la tierra, llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un relámpago; y á nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el temor se lo impedía á todos.